Nosotros mismos no podemos purgar nuestros pecados. Dios es el único que perdona los pecados de los hombres

En estos días leí un artículo escrito por un pastor muy conocido titulado: “Perdónate a ti mismo”. Esta frase es usada con frecuencia por motivadores y psicólogos en un intento por aliviar el trastorno emocional o el cargo de conciencia que presentan sus pacientes. Entiendo que alguien que no es creyente prescriba una receta equivocada, pero si esa prescripción viene de un pastor es muy grave.
Cuando una persona está lidiando con la culpa no necesita perdonarse a sí misma. Necesita arrepentirse con sinceridad de sus pecados, confesarlos con humildad y volverse a Dios en sumisión y obediencia. Es inadmisible decirle a una persona que siente dolor y vergüenza por el daño que le ha propinado a Dios y a otros que se perdone a sí misma. Eso la convierte en una víctima, la inhibe de resarcir su falta, de ir en busca de perdón y reconciliación, y se esconde bajo la alfombra la raíz de su problema: el pecado.
La culpa no es mala. Así como un dolor físico nos avisa de una anomalía en nuestro cuerpo, los sentimientos de culpa tienen la función de mostrarnos que algo anda mal en nuestro corazón espiritual y que necesitamos auto examinarnos y hallar una solución verdadera. Proverbios 28:13 dice: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”.
Nosotros mismos no podemos purgar nuestros pecados. Dios es el único que perdona los pecados de los hombres. Él es quien quita la culpa y la vergüenza y le da sentido y esperanza a nuestra vida. Jesucristo vino a perdonar a los pecadores. Desde que inició su ministerio público comenzó a predicar: “Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17).
Esto quiere decir que “si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad” (1ª Juan 1:9). El sacrificio sustitutivo que hizo Cristo en la cruz nos libra del castigo eterno que merecemos. Si nos acercamos a Dios con corazones quebrantados y humillados, con una actitud de arrepentimiento, reconociendo que no podemos perdonarnos a nosotros mismos y que necesitamos a Cristo —el santo, inmaculado y perfecto Hijo de Dios— recibiremos misericordia y el perdón de todos nuestros pecados.
“Vengan ahora, y razonemos, dice el Señor, aunque sus pecados sean como la grana, Como la nieve serán emblanquecidos. Aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán” (Isaías 1:18).
Liliana González de Benítez
Periodista y autora
lili15daymar@hotmail.com