El mal manejo de la tecnología está acabando con la unidad entre los miembros de la familia

El WhatsApp es extraordinario para mandar mensajes, fotos y videos en tiempo real. Gracias a la tecnología le pude enviar a mi madre —que no estuvo presente— un video de la graduación de su nieta. Sin embargo, eso no sustituye que le cuente la experiencia mirándola a los ojos.
La tecnología nos conecta, pero no nos acerca. Se nos ha hecho rutinario comer con los ojos pegados al celular; nuestros hijos no quieren salir del cuarto porque están conectados a la computadora; hay esposos, dentro de la misma casa, que se hablan por medio del chat. El mal manejo de la tecnología está acabando con la unidad entre los miembros de la familia. Los adultos le estamos dando a entender a los más pequeños que los momentos de compartir con los seres queridos no son importantes y que no es necesario valorar la presencia del otro.
La manía de mantenernos conectados al mundo virtual nos ha hecho perder la comprensión entre lo que es importante y lo que no lo es. Dudo mucho que las familias que viven atadas a la tecnología aparten tiempo para la oración.
Si las personas comprendieran la importancia de la oración pasarían más tiempo orando que mirando el celular. Los momentos más significativos de mi vida son cuando oro junto a mi familia. Gracias a esos preciosos instantes, mi esposo, mi hija y yo, permanecemos unidos a Cristo y en paz los unos con los otros. “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20), aseguró Jesús.
La oración en familia nos acerca a nuestros seres amados y nos ayuda a conocerlos íntimamente. Son momentos para quererse más y perdonarse más. Es un tiempo precioso para leer y meditar en la Palabra de Dios, para tomarnos de las manos y agradecer a nuestro Padre por sus bondades, exaltar su nombre y maravillarnos de su gran amor y fidelidad.
En este siglo, donde la tecnología reina, vale la pena apagar los celulares y buscar a Dios en oración. Puede que orando juntos, descubramos los temores más profundos de nuestros hijos, los anhelos más íntimos de nuestro cónyuge, y nos reencontremos con nosotros mismos. Pues la verdadera felicidad está en una íntima relación con Dios.
Valoremos cada momento que Dios nos regala con nuestra familia. Pongamos en primer lugar las necesidades de ellos antes que las nuestras. Procuremos lo que contribuye a la paz y a la edificación mutua. Y mantengámonos unidos en el amor de Dios, entregados de continuo a la oración.
Hace bastante tiempo, una mujer me preguntó qué podía hacer para unir a su familia. Yo le dije una frase que está gastada por lo mucho que se repite, pero que se practica poco: “Las familias que oran unidas permanecen unidas”.
Liliana González de Benítez
Periodista y autora
lili15daymar@hotmail.com