El Espíritu de vida es como un agua que Cristo brinda, pero el hombre tiene que desearla y tomarla por fe

Era mediodía, el sol estaba en su plena fuerza, cuando Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo de Jacob en Samaria. Este pasaje de Juan capítulo 4 hace notar el resplandor de Cristo, en una combinación brillante entre su naturaleza divina y la humana.
La conversación que ocurrió en aquel lugar, está llena de significado, y las palabras de Jesús pronunciadas a la mujer samaritana, dicen mucho acerca de la necesidad que tiene todo hombre de beber del agua de la vida eterna. Aquí les presento algunas perspectivas sobre ello:
Lo primero que resalta en la historia es la coincidencia, divinamente preparada, entre un alma insatisfecha por el pecado, y el dador de una vida abundante, esto es Jesús.
Su amor que excede a todo conocimiento, deslumbra en este pasaje, pues Jesús dijo haber venido a buscar y a salvar lo que se había perdido (Mateo 18:11). Él sabía que aquella necesitada mujer vendría a buscar agua física, y él le quería brindar a su alma el agua de la vida eterna.
Es sabio el creyente que no hace de su vida, su propio centro, sino que va en busca del pecador, brindándole lo que toda alma necesita, la salvación y una inminente experiencia personal con el Espíritu Santo. Dios nos ha llamado a ir por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura, a hacer discípulos, y enseñarles a guardar todas las cosas que Cristo nos ha mandado (Mateo 28:19,20; Marcos 16:15). Para eso estaba Jesús junto al pozo de Samaria en aquel radiante mediodía.
Lo segundo relevante en el pasaje de Jesús y la Samaritana, es el contraste entre el agua que ella vino a buscar, y el agua que Cristo le brindó.
- Ella vino a sacar agua del pozo de Jacob; él le brindó el agua de la vida eterna.
- Del agua que ella vino a buscar, Jesús dijo: “El que bebiere de esta agua volverá a tener sed” (Juan 4:13). Del agua que Jesús le brindó, él dijo: “El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (vs. 14).
La religión no puede saciar el alma, ni dar vida al corazón, y mucho menos impartir vida eterna. El pecado sacia temporalmente los deseos de la carne, pero el que lo practica, vuelve a tener sed. Así los hombres repiten el ciclo vicioso del pecado, hasta hacerse esclavos de él (Juan 8:34). Mas, cuando el hombre recibe a Cristo, y el Espíritu Santo viene a vivir al corazón, la experiencia es como si un pozo de aguas vivas se estableciera en su interior. Entonces, el Espíritu Santo, como manantial, produce un tipo de agua espiritual que salta para vida eterna, y el creyente siente un anhelo ferviente por las cosas de arriba, allí donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Colosenses 3:1).
Lo tercero es la relación entre la gracia de Cristo, y el respeto divino por el libre albedrío del hombre para aceptar o rechazar la vida eterna.
Dos veces en Juan 4:14 Jesús le habló a la mujer Samaritana en estos términos: “El agua que yo le daré”. Así el Señor se muestra como el dador del Espíritu Santo, pero enseguida admite la responsabilidad que contrae el que oye su evangelio, de recibirlo voluntariamente. Por eso lo enfatiza así: “El que bebiere del agua que yo le daré…”. El Espíritu de vida es como un agua que Cristo brinda, pero el hombre tiene que desearla y tomarla por fe. Dios nunca ha obligado a nadie a actuar como una mera computadora dirigida desde el tercer cielo.
- Su mensaje es: “A todos los sedientos, venid a las aguas” (Isaías 55:1).
- Su llamado dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37).
- Su oferta contiene esta cláusula: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).
Aquel día en el pozo, la necesitada mujer, aceptó que estaba delante del Mesías, lo reconoció como profeta, y testificó a sus coterráneos que vinieran a comprobar que allí estaba el Cristo. Por tanto, ella alcanzó vida eterna al creer. No solo dejó su cántaro junto al pozo, sino también allí quedó para siempre su antigua manera de vivir. Ella se llevó a casa, no solo su propia salvación, sino la satisfacción de haber ayudado a su pueblo a creer en el Hijo de Dios. Ella llegó a ser la primera misionera gentil del Nuevo Testamento.
Miles de hombres y mujeres sin Cristo lloran silentemente su desgracia espiritual, y necesitamos tener oídos para oírlos, y disposición para salir en busca de ellos y brindarles al Salvador.
Los hijos de Dios somos portadores del único mensaje de vida que el mundo necesita. El agente de cambio es el Espíritu Santo. Él no solo convence al mundo de pecado, sino que guía al hombre a Cristo, y lo hace partícipe de la vida eterna.
No podemos obligar a nadie a aceptar a Cristo, pero somos responsables por quitar la excusa que alguien pudiera tener de nunca haber oído el evangelio. No podemos salvar las almas, pero si podemos persuadir a los hombres a ser cristianos (Hechos 26:27-29).
Amados, ¡alcemos nuestros ojos y miremos los campos, porque ya están blancos para la siega! Oigamos también nosotros a Cristo diciendo: “No temas, sino habla y no calles, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad” (Hechos 18:9,10). Si conocemos la necesidad de las almas, y oímos el llamado del Señor, es tiempo que digamos como Isaías, “Heme aquí envíame a mi” (Isaías 6:8).
Eliseo Rodríguez
Pastor, maestro y escritor