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El mejor regalo nunca hecho, Juan Antonio Monroy

Dijo el ángel a María: “Darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que significa: Dios con nosotros” (Mateo 1:23)

Se acerca la Navidad. En estas fechas se suelen hacer regalos. A los familiares más cercanos, a los amigos, a los empleados en fábricas, hoteles oficinas y otras empresas.
El gran regalo nos lo hizo Dios, según esta contundente aclaración del apóstol Juan: “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16).
Si es verdad, como se ha dicho, que un regalo rompe las rocas, el que Dios nos hizo a nosotros y que recordamos en esta época de Navidad rompe los montes y las rocas de los océanos.
¿En qué consiste el regalo divino que recordamos en estas fechas?
En que el mismo Dios se nos entregó como un regalo para nuestras almas. La Palabra del Génesis que alumbró el maravilloso espectáculo de la creación física, animal y humana, se hace otra vez Palabra –Verbo– miles de años después para regalarnos a todos su divina presencia.
El segundo regalo fue su propia gloria. El segundo libro de la Biblia dice que cuando el pueblo judío peregrinaba por el desierto “la gloria de Dios apareció en la nube”. En la Navidad la gloria divina no se destina a un solo pueblo, sino a los habitantes del mundo entero en tiempos de Cristo y por extensión a todos los pueblos, a cuantos viven en la tierra, a los que nos reunimos en un local de la calle Teruel en la capital de España. También nosotros hemos visto Su gloria, “gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad” (Juan 1:14).
Tercer regalo de Dios en tiempos de Navidad fue la vida del Hijo, “la cual estaba en el Padre y se nos manifestó” (1ª Juan 1:1-2). Aquella vida, que era “la luz de los hombres (Juan 1:4), nos fue regalada, no en delicado y colorido papel de la época, sino en el cuerpo torturado y finalmente asesinado en las afueras de Jerusalén. Su muerte fue nuestra vida. Otra vez lo aclara el apóstol amado de Jesucristo, el águila del Apocalipsis, Juan, el discípulo fiel: “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1ª de Juan 5:11). Nótese el participio pasivo: dado. Nos la dio, nos la regaló.
Cuarto regalo de Dios, la salvación, regalo cumbre, regalo superior, regalo que nos fue enviado desde las alturas eternas. Hace unos dos mil años, más o menos por estas fechas, “llegado el cumplimiento del tiempo Dios envió a su Hijo” (Gálatas 4:44). ¿Y para qué lo envió? ¿Para que recorriera las calles de Jerusalén tocando zambombas y panderetas? ¿Para que se reuniera en una cena a comer y beber hasta el paroxismo de la carne? El Hijo mismo declaró el motivo de su venida: “El Hijo del hombre vino para buscar y salvar lo que (al que) se había perdido” (Lucas 19:10). Los perdidos que ahora estamos salvados te damos las gracias, Jesús.
En fin, en la Navidad Dios se regaló a sí mismo. Este es el más grande, el más profundo, el más sublime de los misterios que tenemos en la Biblia. ¿Lo sabes? ¿Lo has pensado alguna vez?
Cuando Salomón inaugura el templo construido en honor a la divinidad, exclama: “¿Es verdad que Dios morará sobre la tierra?” (1º de Reyes 8:27). Lo que Salomón intuyó el profeta lo deseó. “¡Oh si rompieses los cielos y descendieras!” (Isaías 64:1) y descendió.
Dice el ángel a María: “Darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo 1:23).
Dios con nosotros. Dios contigo, en ti, Dios en mí. Este es el gran regalo que Dios nos hace en Navidad.

Juan Antonio Monroy
Escritor y conferencista
Evangélico Digital

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