Más allá de decir: te perdono, Jesús llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. Por tanto, puede perdonar sobre la base de su sacrificio expiatorio
La Biblia describe el gran amor de Cristo como uno que excede a todo conocimiento (Efesios 3:19). Es amor inefable. Ningún ser humano lo puede comprender en forma absoluta, mucho menos, describirlo plenamente. Una de las manifestaciones más sobresalientes del amor de Jesús, es su capacidad de perdonar. Un escenario que resalta ese amor perdonador, es el hecho que el Padre dio a Cristo todo el juicio (Juan 5:22). Por tanto, el Hijo tiene la capacidad legal de condenar al culpable, y eso sería, judicialmente correcto desde la perspectiva de la santidad divina.
Ahora, el Señor Jesús es la encarnación de ese Dios que conoce nuestra condición y se acuerda de que somos polvo (Salmo 103:14), quien es amplio en perdonar (Isaías 55:7), rico en misericordia (Efesios 2:4) y, por tanto, muy misericordioso y compasivo (Santiago 5:11). Aquí aparece un secreto que exalta su amor: La justicia divina nos puede condenar a causa de nuestras transgresiones. Pero cuando ella se enfrenta con la misericordia, la Biblia establece el veredicto: la misericordia triunfa sobre el juicio (Santiago 2:13). Al suceder así, el perdón al culpable llega a ser, también, judicialmente correcto. Ese rango del amor que se llama compasión, entra en ejercicio cuando Dios contesta positivamente esta oración: se propicio a mí, pecador (Lucas 18:13).
Al conocer a Cristo en su trayectoria ministerial, lo vemos dando perdón a los culpables que acudían a él arrepentidos. Miremos estos ejemplos:
Una mujer pecadora vino a Jesús mientras él cenaba en casa de un fariseo. Ella no pudo menos que llorar su pecado a los pies de aquel a quien, aún los demonios, confiesan como el Santo de Dios (Marcos 1:24). Nadie que se acerca sinceramente a Jesús, puede evitar quedar sorprendido ante su santidad sin mácula. Pero, a la vez, ese encuentro con Él, es revelador de la iniquidad humana. La apatía que se ve hoy día por la santidad, denuncia la falta de conocimiento sobre el carácter santo de Jesús. Cuando la mujer lloró su pecado, contrita a los pies del Maestro, él sobrepasó los prejuicios del fariseo y dijo a él acerca de la mujer: Sus muchos pecados le son perdonados… Entonces, la miró a ella y le confirmó directamente su perdón, mandándola a ir en paz (Lucas 7:36-50).
De igual manera, cuando una mujer sorprendida en adulterio fue traída a Jesús, él se manifestó en dicha historia como el único que estaba sin pecado, judicialmente investido de la capacidad de apedrearla. Más, una vez que huyeron sus pecaminosos acusadores, el Señor le dijo: Ni yo te condeno, vete y no peques más (Juan 8:1-11).
Un perdón de esa naturaleza fue el que otorgó a un malhechor mientras el mismo Cristo pendía de la cruz. Jesús escuchó el ruego de auxilio de aquel que caminaba cerca al precipicio de su eterna perdición. La voz pedía ser recordado en aquel día cuando el Mesías viniera en su reino. La oración de aquel moribundo nos deja ver la magnitud de gloria que emanaba de Jesús desde la cruz. Aunque estaba coronado burlescamente como un monarca perdedor (Mateo 27:29), el ladrón, iluminado, pudo ver en Él al verdadero Rey. ¡Qué lejos estaba Pilato de entender lo que aquel ladrón comprendió casi al final de su carrera! El favor amoroso que brotó del Crucificado alumbró el espíritu del confinado pecador. Entonces, el Espíritu Santo demostró que todos los pecados de aquel ladrón y del mundo entero, estaban sobre Jesús. Por lo cual, más allá de decir: “Te perdono”, dio por hecho que cargaba la culpa del humillado reo, y le dijo: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:39-43). En esa puerta abierta por gracia a un lugar tan excelso, estaba incluido el perdón de toda su deuda, la misma por la cual Jesús fue hecho culpable.
En la Biblia, el perdón de Cristo es más que un acto de declarar sin culpa al transgresor. No se trata de indultar al que ha errado al blanco respecto a la justicia divina. Cualquier creyente pudiera dar una palabra de perdón a su ofensor. Lo puede hacer porque da de gracia lo que por gracia ha recibido. Mas, Jesús es perdonador de pecados, por una causa superlativa: Él fue enviado a esta tierra como el Cordero de Dios (Juan 1:29). Ese título lo identifica como la víctima expiatoria en favor de todos los hombres, por cuanto todos pecaron… (Romanos 3:23). En forma muchísimo más perfecta que los corderos ofrecidos en el Antiguo Testamento, él vino a dar su vida en lugar de todos. Bajo la Ley, los sacerdotes ponían sus manos sobre la cabeza del cordero, como señal que cargaban sobre él la culpa del ofensor (Levítico 4). Luego, inmolaban la víctima animal y derramaban su sangre para cubrir el pecado. Respecto a Cristo, sabemos que Dios cargó en él el pecado de todos nosotros (Isaías 53:6). Así que, en la cruz, él fue hecho pecado por nosotros (2ª Corintios 5:21). En el Gólgota nos sustituyó, cuando la justicia divina demandaba la muerte de los pecadores. Las Escrituras presentan así el amor de Cristo: … pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Más, Dios muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (Romanos 5:7,8). Por ello, más allá de decir: te perdono, Jesús llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1ª Pedro 2:24). Por tanto, puede perdonar sobre la base de su sacrificio expiatorio.
A nosotros el Señor nos ha perdonado todos los pecados. Por ello, los creyentes debemos admirar el amor de Jesús y entender la trascendencia de su gracia. Es nuestro deber amar al que nos amó primero (1ª Juan 4:19). Y, ¡nunca debemos tomar en poco el precio de nuestro acceso libre a la presencia de Dios! Ahora comprendemos mejor por qué, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús… (Romanos 8:1). Esa es la garantía que tiene el creyente perdonado, a través del indescriptible amor de Cristo.
Esto es, ¡Jesús, más allá del perdón!
Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos los unos a los otros (1ª Juan 4:11).
Con amor cristiano, de vuestro servidor.
Eliseo Rodríguez
Pastor, teólogo y escritor