
«Tu carácter soberbio te ha engañado. Como habitas en las hendiduras de los desfiladeros, en la altura de tu mirada, te dices a ti mismo: Quién podrá arrojarme a tierra?» (Abdías 3).
El orgullo tiene su mejor tarjeta de presentación, cuando dice: «Yo soy mejor que tú. Yo soy más inteligente que tú. Lo que yo hago tiene más valor que lo que tú haces. Mis opiniones importan más que las tuyas. Lo que tengo es único y mejor que los demás».
Las palabras «yo, mío, mi, y soy» son los mayores problemas que tienen los seres humanos. Esto nos lleva a gastar nuestro tiempo y energía admirándonos a nosotros mismos y llenándonos de nosotros mismos, cuando en realidad se supone que deberíamos estar llenos de Dios y vacíos de nosotros mismos. La norma de Dios es que Él solo puede usar a hombres y mujeres mansos y humildes de corazón. Alguien dijo, que no podía imaginar lo que Dios puede llegar a hacer a través de un hombre o una mujer que le den a Dios toda la gloria por todo.
El orgullo y el amor no se mezclan. El verdadero amor no es orgulloso ni altanero. No es jactancioso ni arrogante. No se enaltece por los logros. El amor no menosprecia a nadie que esté en posición inferior o que no tiene los resultados del otro. El amor no tiene la capacidad para mirar a otros como poca cosa. El amor valora a cada individuo y hace su mayor esfuerzo para ayudarlo a subir la escalera del éxito. El orgullo nos resulta un problema difícil de tratar, porque se esconde. Como dice Abdías 3, él nos engaña y nos hace pensar que no lo tenemos. Se esconde en nuestros pensamientos, en los recovecos de nuestras mentes. Él no admite que está presente porque es demasiado orgulloso para hacerlo! La clave es pedirle a Dios que nos trate en cuanto al orgullo y que nos dimensione el amor por la gente. Tomemos el ejemplo de nuestro Señor como una cultura de vida «que se humilló a sí mismo y se entregó por nosotros». Que nuestros corazones sean entregados y humilde para el servicio de nuestro Rey.
Luis Martínez
Pastor