(Liliana Daymar González – Periodista).-
El duelo es la reacción más natural que tenemos cuando experimentamos la muerte o la pérdida de un ser amado. Aunque haya pasado largo tiempo, aún lloro a mis muertos; el detonante puede ser cualquier cosa, desde una melodía, hasta el aroma o el sabor de una comida, lo cierto es que los recuerdos perduran mientras estamos vivos.
Aunque han pasado 15 años desde la partida de mi pequeña hija, algunas noches me sorprendo acomodando una almohada en mi barriga, porque mi mente me juega sucio y creo sentir su minúsculo pie dándome pataditas dentro de la panza. Ayer por ejemplo, me descubrí una lágrima al probar la comida preferida de mi amado tío ya fallecido.
La muerte parece el final de todo; algunos se mantienen enganchados a esa idea, pero la verdad en Cristo es otra, y es gloriosa. Jesús declaró: «La voluntad de mi Padre es que todo el que reconozca al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré el día final» (Juan 6:40. NVI). Esto quiere decir, que los creyentes en Jesucristo resucitaremos de entre los muertos. Es una promesa de Dios y Él no es hombre para mentir. La muerte nunca es el final de la vida para los que creemos en Dios.
Hay otros tipos de pérdidas que no tienen que ver literalmente con la muerte, pero igual hacemos duelo; el divorcio, la traición, las despedidas, la mudanza de un hermano o gran amigo, el rechazo de alguien a quien apreciamos o cuando los hijos se van de casa.
Dios me ha mostrado que el dolor que sentimos por esas pérdidas no va en contra de nuestra fe. Incluso Jesús lloró lágrimas de piedad ante la tumba de su amigo Lázaro, lloró con pesar por su amada Jerusalén antes de entrar a la ciudad por última vez, y lloró en el Getsemaní antes de su pasión y muerte.
Las lágrimas de Jesús nos muestran a un Dios amoroso que sufre y comprende nuestras pérdidas, su Espíritu nos consuela como nadie más puede hacerlo. Jesús lloró por Lázaro, por Jerusalén y en el Getsemaní aun sabiendo que todas esas pérdidas eran necesarias para que su gracia se derramara sobre nosotros.
Cuando Marta y María enterraron a su hermano Lázaro, el luto y la tragedia penetraron en sus almas, pero Jesús que conoce el fin desde el principio, tenía un plan para glorificarse, con el cual revelaría su identidad como el Hijo de Dios.
Dios es experto en mostrar su gloria y poder en las situaciones más dolorosas. El Señor transforma las circunstancias adversas, en grandes oportunidades cuando confiamos en Él. No te desanimes si tus oraciones no han sido respondidas. El tiempo es un recurso del Señor para enseñarnos a esperar con paciencia y expectativa por sus promesas. Cuando Jesús supo que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba (Juan 11:6).
En los momentos más desesperados, cuando pienses que no hay motivos para vivir, busca como un sediento su presencia y sentirás sus manos sosteniendo las tuyas. Si hoy crees estar muerto, recuerda que «Cristo es la resurrección y la vida; el que cree en él aunque esté muerto vivirá» (Juan 11:25). La piedra ya fue removida, el Maestro está aquí y te llama, no te quedes en la oscuridad del sepulcro. «¡Lázaro, ven fuera!».
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