(Héctor Márquez – Psicólogo Clínico y Teólogo).-
La televisión y el cine crearon un héroe atípico al que llamaron Hulk, y a quien publicitan como «el hombre increíble». Este personaje, que en su estado normal es un sujeto apacible, se convierte en un feroz y fornido hombre verde gracias a un arrebato de ira que lo capacita para destruir a quienes lo adversan. Creo que este personaje es un ejemplo de cómo algunas personas arreglan sus frustraciones o problemas con otros a través de la rabia. A esa forma furibunda, arrebatada y violenta de reaccionar, la bauticé como el síndrome de Hulk.
Un ataque de ira o enojo desenfrenado fue la causa por la que un hombre, al que le di tratamiento psicológico cuando se hallaba en la cárcel, mató a su hijita de apenas un año con sus propias manos, alegando que la niña lloraba mucho y eso lo desesperaba. Este caso era realmente triste y grotesco. Aquel hombre, pasado 8 años de su acto asesino, y estando en prisión, aún lloraba amargamente mientras hablábamos sobre su temperamento.
Ese día pude entender mejor esto que dice el Libro inspirado de arriba: «El corazón y la lengua apacible dan vida al cuerpo y al espíritu (lo contrario genera muerte)» (Prov. 14:30, 15:4).
Por cualquiera que sea la razón, actuar bajo el poder de la rabia es un error. La ira, el enojo sin freno, nos hace irracionales y torpes. Esa es la razón por la que he recomendado a miles de padres que no castiguen a sus hijos cuando se encuentren a merced de la ira.
La ira es una reacción emocional de hostilidad y agravio hacia otras personas que pasa por las siguientes fases: Primero el disgusto, que es una experiencia de incomodidad que provoca un suave sentimiento de molestia. Luego, el disgusto puede pasar a ser una indignación, o sea, un sentimiento que conlleva a la persona que lo tiene a desear responder al mal que se le hizo. Tanto el disgusto como la indignación pueden producirse sin ser expresadas. Pero si la indignación se alimenta, esta conduce a la ira, que puede tomar la forma de un fuerte deseo de venganza y expresarse con acciones o palabras concretas. Al crecer la ira esta se convierte en furia, la cual conduce a un acto violento y a la pérdida del control emocional.
Debo manifestar que en términos clínicos la ira desenfrenada puede ser diagnosticada como una dificultad en el control de los impulsos con ataques explosivos intermitentes, o como un trastorno de la reacción emocional que se denomina «acting out» por manifestar el sujeto comportamientos agresivos que escapan absolutamente de su control o dominio (la persona está fuera de sí). En estos casos es fundamental buscar ayuda profesional, además de la vital intervención del Señor Jesús.
En uno de sus pasajes, el Libro inspirado de arriba dice acerca de la ira: «Toda persona debe estar siempre lista para escuchar, y ser lenta para hablar y para enojarse, pues la ira humana no obra la justicia de Dios» (Stgo. 1: 19-20). Enojarse es natural, lo que no se debe es permitir que la rabia se apodere de uno y se exprese de una manera que cause dolor a otros y problemas a uno mismo. Y, por otro lado, el enojo no debe ser sostenido, amplificado o guardado en el tiempo, sino que debe aplacarse cuanto antes.
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