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Una manía irredenta

Contrario a lo que muchos piensan la mala costumbre de excusarse y echarle la culpa a otros por los males o errores propios, se remonta al Génesis mismo, al primigenio tiempo donde Dios creó a nuestros primeros padres. Una vez creado «Dios el Señor tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara. Y Dios el Señor dio al hombre la siguiente orden: “Puedes comer de todo árbol del huerto, pero no debes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque el día que comas de él ciertamente morirás…”» (Génesis 2:15-17).

Pero Eva comió inducida por la serpiente (diablo) y esta dio de comer a Adán. Al ser interpelados por Dios, en orden de responsabilidades, «el hombre respondió: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. Entonces Dios el Señor dijo a la mujer: “¿Qué es lo que has hecho?”. Y dijo la mujer: “La serpiente me engañó, y comí”. Y Dios el Señor dijo a la serpiente: “Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida”» (Génesis 3:12-14). Cada uno culpó al otro y con ello se auto-excusó. Pero el que se excusa se acusa.
Al final, todo terminó al culpar al diablo; total, ese es malo desde el principio por lo que no podrá nunca culpar a nadie. Esa actitud «adanievina» (con el perdón de la Academia de la Lengua Española), la vienen practicando muchos cristianos también, al culpar al diablo de todos sus males, como si la voluntad de cada quien no contara en este asunto; parece que no aprendimos con el mal ejemplo de Adán y Eva.
Por lo tanto, la manía de echarle la culpa al otro nos viene desde el inicio mismo. ¿Es una manía irredenta? (No redimida por la sangre de Cristo), ¿o más bien es una manía reeditada que depende directamente de la voluntad personal? Que la conciencia de cada quien responda a esto.
Sin embargo, este asunto no solo se circunscribe al ámbito eclesiástico. Todos los demás seres humanos, descendientes de Adán y Eva como somos, cojeamos de la misma pierna. Por ejemplo, los políticos y líderes gubernamentales nunca hacen nada malo, la culpa es del anterior gobierno, de los opositores, del diablo, de cualquiera, menos de ellos mismos. Si esto fuera cierto entonces en Venezuela debemos culpar además de la cuarta, a la tercera, la segunda y la primera Repúblicas; pero también a Cristóbal Colón, a la corona española, a los indígenas y, por último, a Adán y Eva; y como ellos ya culparon al diablo en el Edén… (cómo se me parece al cuento del gallo pelón).
La Biblia señala que «el alma (la persona) que peca, esa morirá» y «los hijos no serán responsables por los pecados de sus padres», o lo que es igual, a que cada quien será responsable por sus propios pecados y por buscar el perdón de ellos únicamente recibiendo a Cristo como su Señor y Salvador (Hechos 4:12, 1ª Timoteo 2:5-6). Jesús murió en la cruz para perdonar pecados, no excusas; las excusas son una burda manera de justificar nuestras fallas, errores y pecados. Inclusive, «El que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, comete pecado» (Santiago 4:17), conocido también como “pecado de omisión”.
En resumen, el hombre de hoy sigue tan miserable en su alma como lo fueron un día nuestros primeros padres, Adán y Eva. Es absurdo culpar a otros por nuestros pecados y más si los disfrazamos con excusas; como aquel que dice: —Soy alcohólico porque mi papá y mi abuelo lo fueron. Cada quien, cada gobierno, cada institución son responsables por sus actos y ejecutorias, independientemente si quienes le antecedieron también fallaron o pecaron. Estamos llamados a mejorar, a cambiar o transformar nuestra mente con respecto a la generación anterior, usar nuestras fallas como excusa no vale ante el Señor, la sociedad ni la iglesia.
Dios nos llama como personas e instituciones en general a erradicar esta manía de culpar a otros por nuestras fallas y males. Redimamos esta vieja manía, no la reeditemos. «Pero si vivimos en la luz, así como Él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús, su Hijo, nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a Él mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1ª Juan 1:7-10).

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