
La envidia es el sentimiento más vil del ser humano, ella ha sido el móvil de los crímenes más atroces de la historia. Desde el principio de los tiempos, Lucifer, el ángel de Dios y mensajero de luz, se envaneció a causa de su hermosura, sabiduría y la posición que recibió en el cielo, y quiso ser igual a Dios. Se dijo a sí mismo: «Sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo» (Isaías 14:14).
El síndrome del ángel de luz ataca a todos los sectores de la sociedad, y, lastimosamente, continúa presente en la iglesia; personas que quieren brillar, sobresalir, desplazando a Dios del lugar que le corresponde. Jesús dijo: «Ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa» (Mateo 6:5).
Frecuentemente vemos a líderes de las congregaciones cristianas, quitar a Dios del trono y ponerse ellos como centro del universo, lo mismo que quiso hacer Satanás en el cielo. Estas personas incluso llegan a sentirse «amenazadas» por la unción que Dios le ha dado a otros y bloquean su crecimiento y desarrollo espiritual, al no darles la oportunidad para el aporte. Dice la Palabra de Dios que «la altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día» (Isaías 2:11).
Aprendamos de un hombre que no se contaminó con la envidia, Juan el Bautista, el precursor de Jesucristo, a pesar de gozar de fama y buena reputación como profeta en toda Judea, cuando escuchó a sus discípulos advertirle que las multitudes lo estaba dejando para irse con Jesús, él respondió: «Yo no soy el ungido de Dios, sino he sido enviado delante de Él. Él tiene que crecer y yo que menguar» (Juan 3:30). Juan pudo haberse enojado por el hecho de estar perdiendo a sus seguidores, pero su actitud nos enseña una preciosa lección de humildad, él dijo: «Nadie puede recibir más de lo que el cielo le conceda» (Juan 3:27). Si Jesús estaba ganando más seguidores no era porque se los estaba robando a él, a Juan, sino porque Dios se los estaba entregando.
Por lo general, el éxito de los demás produce urticaria, como dicen por ahí, nadie quiere ver ojos bonitos en cara ajena, ni siquiera aquellos que dicen sentir una «envidia sana». En realidad, eso no existe, la envidia jamás podrá ser sana, al contrario, es una pandemia que corroe el alma de muchos, quienes la padecen se desgastan física y espiritualmente. Dejaríamos de perder el tiempo con celos, frustraciones y resentimientos si asumiéramos el hecho de que el éxito de los demás se lo da Dios, simple y llanamente, porque hacen méritos para ganárselos.
De pocas personas Jesús hizo un elogio tan extraordinario: «De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos mayor es que él» (Mateo 11-11). Aquí encontramos un «pero» que nos está diciendo, tú y yo podemos ser aun mayores que Juan, si nos despojamos de la soberbia, la envidia y menguamos para que Dios crezca.
Liliana Daymar González
Periodista
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