Ya en la empedrada ciudad, llena de angostas calles y a un paso no muy apurado se observa a Aquél que dividió la historia en dos mitades, en antes y después de Él.
Como era la costumbre del Maestro, se dirigió al templo. Habidas cuentas era Su templo. Era ese lugar donde tantas veces había visitado en forma de nube y fuego. Aquel lugar que una vez estuvo tan lleno de la gloria suya que los sacerdotes no podían ministrar por causa de Su omnipotente presencia. Él, que tantas veces había llenado el templo con Su Shekinah, hoy veía con dolor y rabia en qué lo habían convertido.
La comparación fue dura. El símil aplicado por el Príncipe de la Palabra era exactamente como lo veía Dios. «Mi casa es casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones», fue la sentencia. Pero Él estaba decidido a que aquella realidad cambiara. El cambio no consistía sólo en derribar mesas y destruir jaulas. No. El cambio ya se había venido operando, porque quien estaba lleno de dolor no habitaba ya ese templo como en su gloria pasada. Él era el Tabernáculo de Dios entre los hombres (Juan 1:14).
Y esto de que habitó qué es si no que Dios mismo puso tienda entre los hombres, su majestad y grandeza escogió habitar en tiendas, en cuerpo humano frágil. Tan frágil como las paredes del antiguo Tabernáculo dado a Moisés, el cual también era llevado de un lugar a otro. Ni el Tabernáculo hecho en tiempos de Moisés, ni aun el mismo cuerpo del Maestro podían contener tanta gloria y grandeza.
Con su resurrección Cristo envió la promesa del Padre, el Espíritu Santo, que habitara otro templo que Dios había prometido que construiría Él mismo, uno que el apóstol Pablo describió como «el misterio escondido de los siglos»: La Iglesia de Jesucristo.
Aquello que a nuestro Señor indignó al extremo que le hizo actuar de manera dura, es hoy motivo de indignación y dolor para Él. Hoy también hay cambistas entre nosotros. En la actualidad se observa gente que comercia dentro del templo. Lo más doloroso es que lo hacen también con el templo de Dios, en ellos mismos.
Los cambistas viven cambiando no sólo monedas, sino la gracia, el poder y la santidad que Dios ha puesto en nosotros como Su templo, por cosas superfluas de este mundo, las cuales profanan el templo y colocan al Señor en un segundo lugar en nuestras vidas.
Los que comercian dentro de su propio templo, viven participando de las obras infructuosas de las tinieblas, viven sacrificando puercos en el altar de su corazón, emulando al impío rey de Siria Antíoco Epífanes, quien profanara el templo de Dios sacrificando animales inmundos. ¿Cuántas cosas inmundas sacrificamos los hijos de Dios en nuestro templo? (1ª Corintios 3:16-17, 6:19-20).
En la actualidad muchos templos tienen al Espíritu Santo contristado y colocado en un rincón, porque la presencia del pecado deliberado entre los hombres le ha puesto a un lado. Ya no brilla su gloria. Las tinieblas llenan esos templos. La presencia de cambistas y vendedores han usurpado el lugar de Dios. Hemos introducido ídolos en un lugar que Él santificó para sí mismo. Somos dignos de ser azotados y derribadas las mesas y rotas las jaulas que mantiene cautivo al Espíritu Santo en nosotros.
Las exigencias del Señor a través del apóstol Pablo para su pueblo, la Iglesia, su templo santo en la tierra, se mantienen incólumes… (2ª Corintios 6:14-18, 7:1). Él ya entró en nosotros, nos hizo Su templo. No podemos ir en pos del Maestro, si no echamos de nosotros la tendencia pecaminosa de los cambistas y vendedores. Sus promesas para los que se santifiquen son grandes.
Cuando nos movamos en ese sentido hablaremos y actuaremos tal como Él lo hizo; una vez actuó contra la perversión que había establecido el liderazgo de Israel, «no hallaban nada que pudieran hacerle, porque todo el pueblo estaba suspenso oyéndole» (Lucas 19:48). No sólo nos rodeará la gente suspensos para oírnos, si no que vendrán a ver cómo se manifiesta la gloria de Dios en nosotros y a través de nosotros. Nuestras palabras acompañadas de nuestro testimonio harán que los demás admiren la autoridad y la unción que nos ha sido dada desde lo alto.
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