(Liliana Daymar González – Periodista).-
La vida en el antiguo Egipto no dista mucho de la nuestra. Hoy, en la era del Internet, de los teléfonos móviles y de los grandes avances de la ciencia, millares de seres humanos continúan siendo esclavos del faraón. Son azotados como ganado todos los días, durante años, mientras arrastran con sus propios cuerpos toneladas de piedras para erguir una colosal pirámide en honor a un muerto.
El esclavo puedes ser tú, el faraón son tus pasiones y temores. «Ya que cada uno es esclavo de aquello que lo ha dominado» (2ª Pedro: 19). Arrastras el peso de toneladas de malas decisiones, rechazos, rencor, culpa, miedo. Estas de rodillas frente a tus captores, no has podido liberarte de ellos, te sometes a su látigo, una y otra vez cada día.
Ellos, son los hábitos a los que no sabes cómo renunciar: La ira, por ejemplo, te controla, te obliga a maltratar, acusar, sancionar y a no perdonar. Se te encona la amargura y supura. Esa tentación a la que no puedes resistir hurta tu paz, porque te exige tejer tu propia mortaja de mentiras. Te has convertido en un farsante, en un hipócrita. Dices una cosa y haces otra. La mala conexión con el dinero te hunde en el fango del egoísmo, mientras debajo del sol levantas la pirámide de la soberbia. Los vicios (alcohol, cigarrillo, droga, sexo, juegos de azar) con sus azotes te obligan a caer en celdas oscuras y tortuosas. Entretanto, el trabajo forzado sin descansos ni vacaciones te llevará a la tumba.
Hoy, al igual que ayer, Dios quiere liberarte de la esclavitud: «Yo soy el Señor, y voy a quitarles de encima la opresión de los egipcios. Y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes» (Éxodo 6:6).
Probablemente, si Moisés viniera a ti con esa noticia, te comportarías como todo un incrédulo israelita y no le harías caso. A pesar de eso, a pesar de ti, Dios es fiel a sus promesas y separó las aguas del Mar Rojo para que halláramos libertad.
Sin embargo, muchos de nosotros nos seguimos comportando como un rebelde y blasfemo hebreo. Ni los poderes milagrosos de la vara de Moisés, ni la nube de Dios que prodigaba maná para alimentarlos y fuego para calentarlos, los hizo fieles al Señor. Estando en la presencia del Todopoderoso erigieron un ídolo, y le adoraron.
Ese dios al que honras, eres tú mismo. Vives para satisfacer tu ego, tus deseos y caprichos. El apóstol Pedro, en su segunda carta nos compara con un animal irracional, guiado únicamente por el instinto: «nacieron para ser atrapados y degollados» (2ª Pedro: 12).
A pesar de que hemos sido libertados como el pueblo hebreo por la gracia de Dios, muchos siguen evocando su pasado, añoraron el flagelo de sus verdugos: La mujer maltratada, extraña a su marido torturador. El exalcohólico se rinde frente a una botella. La adúltera redimida, recuerda el perfume de su amante. Tal y como lo afirma el proverbio con el que Pedro culmina su carta: «El perro vuelve a su vómito» y «La puerca lavada, a revolcarse en el lodo» (2ª Pedro: 22).
Ruega a Dios para que te ayude a no regresar jamás a las cosas de las cuales Él te ha libertado.
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