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Vida en la Palabra: ¡Dios mío, dame paciencia!

En algunas circunstancias nos descubrimos suplicando: ¡Dios mío, dame paciencia! Lo que algunos no saben es que si le pedimos paciencia a Dios, Él como el mejor de los Maestros, nos pondrá pruebas para ejercitarla. La paciencia es uno de los frutos espirituales que recibimos del Espíritu Santo (Gálatas 5:22) y es un rasgo del carácter de Cristo. Todas las cosas que pertenecen a la piedad nos han sido conferidas por el divino poder del Señor.
La paciencia, según el Diccionario de la Real Academia Española, es la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarnos. Dice que es la facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho. Para Dios la paciencia no es saber esperar, sino la habilidad de mantener una buena actitud durante la espera.
La mayoría de nosotros somos impacientes. Queremos ver que todo suceda rápido y nos sentimos frustrados cuando no podemos hacer nada para acelerar las cosas. No tenemos tiempo para la paciencia ni para nada que tenga que ver con ella; las palabras: calma, quietud, resistir, soportar nos causan desesperación. Sin embargo, es durante los tiempos de espera donde nos detenemos para encontramos con nosotros mismos y con el Señor.
Las dificultades y los obstáculos nos hacen andar más lento y algunas veces nos paran por completo. En un mundo acelerado, de pasos agigantados, en que todo hay que hacerlo lo antes posible los problemas nos obligan a esperar. Nos recuerdan que el tiempo de Dios no es nuestro tiempo, y que cuanto más queremos acelerarlo más tarda.
Nadie quiere pasar por momentos dolorosos, por circunstancias difíciles de sobrellevar, deseamos con el alma que Dios pase esa copa de nosotros, pero aunque parezca absurdo el sufrimiento aumenta la fe, nos confiere fuerza y nos obliga a ejercitar la paciencia. La Biblia dice: «porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa» (Hebreos 10:36). La paciencia es necesaria, porque edifica el carácter, nos confiere madurez espiritual y fortalece la fe. Sólo con una ardiente paciencia podremos perseverar en oración, firmes y confiados en las promesas de nuestro Salvador. «Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no tenía a nadie superior por quien jurar, juró por sí mismo, y dijo: “Te bendeciré en gran manera y multiplicaré tu descendencia”. Y así, después de esperar con paciencia, Abraham recibió lo que se le había prometido» (Hebreos 6:13-15. NVI).
Baja la velocidad, ve despacio, aprecia todo lo bueno que te ofrece la vida. Y en las dificultades, ¡resiste!, recuerda que Dios no dijo que el camino sería fácil, pero sí que la llegada valdrá la pena.

Liliana Daymar González
Periodista
lili_vidaenlapalabra@hotmail.com

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